Estudiar matemática, leer libros de matemática, seguir con mi razonamiento una abstracción hecha por un matemático, llegar a soluciones nuevas de un problema, ver otras alternativas de un planteo o demostración siempre me ha gustado.
Durante muchos años leí matemática, la estudié, la enseñé, le dediqué horas... y no me cuestionaba porque lo hacía. Un día dialogando con una amiga, de aquellas con las que uno no habla superficialidades, descubrí que la matemática me da sumo placer... que mi mente hace fiesta cuando llego a una conclusión, que dejo cualquier otra actividad por resolver un ejercicio. La matemática me gusta. Me es un espacio de creatividad: de hacer que mi inteligencia recorra nuevos caminos. Me significa un desafío: pensar lo impensado, cuestionar lo dado, abrirme a lo inimaginable. Me es un espacio de libertad: de levantar alas con el pensamiento y arribar a lo desconocido. La matemática me descansa el corazón cuando después de un día ajetreado de cargas emocionales negativas y tensiones de las más diversas, me tomo de su mano y me atrevo a recorrer un nuevo trozo del camino: esta forma nueva de resolver esto, este planteo por el absurdo que me hace mirar de otro lado aquello.
La matemática es una fuente de placer. Lástima que tiene mala prensa.